Hoy he tenido un sueño mientras despertaba

Aya, una niña en Siria

Vi millones de personas caminando en silencio por una ruta. Llevaban como faroles en cada mano pero en realidad eran velas. Niños, niñas, jóvenes, viejos, lisiados, trabajadores con cascos blancos y amarillos. En cada senda transversal a esa columna infinita se sumaban cada segundo más y más jóvenes, más y mas viejos con niños tomados de las manos.

Me costó muchísimo incorporarme a esa muchedumbre. Cuando lo logré, interrumpí el rezo de una señora morena, que obstinadamente contaba una y otra vez las semillas de un rosario. Cuando me miró a los ojos le pregunté a dónde se dirigía tanta gente. Tan sólo dibujando una sonrisa en su rostro, me ofreció la vela blanca, que le sobraba de la mano izquierda sin responderme.

Era tan sólo silencio y oscuridad de una noche estrellada. Ya con la luz del amanecer se comenzaron a ver mejor las imágenes casi fantasmagóricas que nos habían acompañado toda la noche, paso a paso, pegadas a cada una de las nuestras.

Eran las primeras luces del día, las que nos advirtieron la espectacular cantidad de gente que seguía caminando, ahora alumbrados por el amanecer, al mismo ritmo, en silencio y con las mismas velas sin consumir.

Mientras caminábamos, una joven con un termo en la mano me ofreció un café y dos panes pequeños. Extrañado, pero con ansiedad se lo recibí. Su gesto solidario, me ayudó a entablar un pequeño diálogo. Le pregunté a dónde vamos… y ella, recibiéndome la taza que la había tomado en un solo sorbo y casi en susurro me dijo:  hay millones de niños que están por morir, vamos a Siria, para formar una barrera humana tan inmensa, que de ninguna manera pueda pasar ni una sola bala que pueda lastimar a tan sólo uno de ellos.

Me dejó perplejo su respuesta. Quise saber quién dirigía esa multitud, quién podría haber sido artífice de tamaña locura. Con paso acelerado, por unas horas, llegué al frente de aquella columna tan inmensa como nunca nadie hubiera imaginado.

Nada extraño había, la primera fila era una muralla de hombres, niños, mujeres y jóvenes, que tomados de los brazos  marchaban sin cansarse, sin claudicar, con firmeza con la mirada al frente.

La muchedumbre, unas horas después se comenzó a abrir, formando una barrera entre el viento y la silueta de la ciudad de Siria que quedaba a sus espaldas.

Fueron horas de espera, nunca nadie más llegó, sino tan sólo un pequeño auto blanco, con un hombre que parecía alado, porque algo de su ropaje se movía como aleteo y a su vez abrazado cariñosamente por el viento del intenso desierto.

Cuando estuvo más cerca pudimos divisar quién era…un hombre…tan sólo un hombre…todo de blanco, que con una sonrisa dijo a la multitud: “Volvamos a casa, ya todo terminó”.

Recordé lo que había dicho días atrás y me pareció que tan sólo esa conmiseración por los demás, ese interés por salvaguardar la vida, esa disposición natural para dar, esa fe que transmite que todo se puede, es lo único que había podido ser el motor de tanta multitud.

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Al regreso, con el silencio como única música y el Señorío del Deber Cumplido, me regocijé pensando, que ahora Aya, una niña de aquella Siria que quedaba atrás y en Paz, iba a poder estudiar y acompañar sin miedo a su hermanita mayor.

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Escribió  Julio César Ruiz

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