La mentira no es igual que la verdad, pero a mí me engañaron las dos

Hasta yo me sorprendí cuando releí la colección de datos que logré durante un cuarto de siglo, de pequeños detalles sueltos que fui guardando cuando buscaba mi verdadera identidad de origen.

De a poco ensamblé cuantos pedacitos encajaban en la pieza de al lado, de la misma manera que de niño ensayaba cubrir, con trozos sueltos envejecidos y quebradizos de mayólicas la imagen de los Reyes Magos que alguna vez hubo en una pared semi derruida de la casa donde me crié.   

Al comienzo entendí que buscar pormenores o referencias era transportarse a la fecha probable de mi nacimiento, haya por el 51, donde la identidad tenía como testigo mudo a una Sociedad apática, perezosa…indolente y una asociación vaticana, que se creía con derecho a disponer quién era hijo de quién.   

Por ello y por mucho más, entendí que el éxito o el resultado de lo que finalmente pudiera encontrar, estaba supeditado a que cuanto antes pudiera descifrar el significado de las palabras de mi vieja, cuando con lágrimas en los ojos le pregunté a mis 26 años quiénes era mi madre y me respondió… ”No lo sabrás nunca, el secreto me lo llevaré a la tumba”

Con tan sólo esa especie de contraseña para el ingreso a mi pasado y luego de 25 años, encontré evidencias de que mi padre biológico era un médico, casado, con hijos, con apellido de prócer argentino y mi madre, una mujer no tan joven, soltera, dispuesta a todo, por aquel hombre que probablemente alguna noche de pasión le mintió al oído que algún día iba a unir su vida con ella y su nuevo bebé.    

El esfuerzo de tantos años de búsqueda no alcanzó. Llegué demasiado tarde. Sólo encontré una tumba con el nombre de ella y a 1.200 km, en otro cementerio, apoyado en la pared de un nicho ajeno, una bolsa de consorcio negra, que según el cartón que colgaba del precinto contenían los huesos del que en vida fue mi progenitor.   

Nunca pude saber qué día nací, aunque increíblemente, pude sentarme en la cama del pequeño dormitorio prestado, donde ocurrían los encuentros románticos, explicados por una viejita de 91 años que ansiosa, a pesar de mi negativa comenzó a relatar detalles que como es obvio no quise escuchar.        

Apenas me repuse de aquella escena que prefiero recordarla como la de un museo en donde no hay para qué volver, comencé a pensar sobre la posibilidad de escribir un libro en homenaje a muchísimos bebés, que nunca tuvieron ni tendrán la posibilidad de relatar el infierno donde nacen, viven o les toca morir, diferente al mío, al que el Universo me ofreció, lleno de oportunidades.    

A pesar de la fuerte ambición de incorporarme al mundo de los escritores, la realidad me pegó duro… ¿cómo escribiría no siendo escritor?

De todas maneras, debía seguir adelante, con mis cosas que como estallidos presionaban para salirme por algún lugar del corazón.    

Para comenzar, lo primero que precisaba eran datos. A comienzos del  87, logré el permiso de las monjas de la Sala Cuna de Tucumán para trabajar dentro de la institución, analizando expedientes que me comenzaran a relatar cómo llegaban esos bebés a aquel lugar, quién, cómo y porqué los abandonan. Porque llegan quemados con cigarrillos, porqué empujarlos por las escaleras para simular un accidente y qué lo estimula a un humano para abusar genitalmente a su propio hijo o nieto, siempre al lado de madres que con el silencio…consienten semejante dolor.      

La tarea fue pesada y llena de angustias. Luego de dos años de convivir con aquellos bebés, lo primero que descubrí es que yo no era el que más sufría en el mundo, que todo lo que viví o me ocurrió, no había sido ni tan grave ni tan importante como el abandono sin fin de aquellos, desde el segundo mismo de recién nacidos.

Comencé a comprender la crueldad al escuchar o vivir circunstancias que me hicieron temblar, como la de aquella enfermera que escuché decir: “En mi turno a los bebés les damos las mamaderas apoyados en sillas de metal y no los tocamos para evitar que se encariñen.”

O cómo una veintena de niñitos pequeños de menos de 5 años miran televisión todo el tiempo, a falta de quién los haga jugar o garabatear en una cartulina alguna frase o algún dibujito, tan sólo estimulados por la necesidad de expresarse de alguna manera.     

O como le sirven la cena a las 6 de la tarde porque el personal de cocina debe higienizar todo antes del turno de las 20. 

O ver visitantes o voluntarios que cuando ingresan a los salones inmensos llenos de cunas se ríen, se quedan mudos y les parece gracioso cuando los bebés se abrazan a sus piernas o con fuerzas les retienen sus manos y mirándolos a sus ojos les dicen mamá o papá.

Escuchar el comentario de la madre superiora respecto de que aprovechan el personal masculino de mantenimiento, para que los bebés conozcan de lejos lo que es un hombre.

O preguntarme porqué las personas en contingentes multitudinarios entran a verlos, como si fueran monos, los llenan de galletas y caramelos y por ser tantos en cada sala, nunca les lavan los dientes y viven con caries que duelen por las noches.

O ver cómo el día que cumplen 5 años, sin interesarles las relaciones con sus amiguitos o sus hermanitos, también internos, según el sexo los mudan hacia instituciones donde permanecen un mismo período, para terminar en hospicios, donde a los 18 años, si no consiguieron ser adoptados, les abren las puertas y los mandan a la calle “a vivir”.

Es una sierra sin fin su soledad, su abandono que en la mayoría de los casos los acompaña hasta terminar con un balazo o en las cárceles porque nadie les enseñó que ellos mismos merecen respeto y ni siquiera compasión por sus propios cuerpos.

A lo lejos se ve políticos de todas los tiempos y castas familiares que pretendiendo redimirse, besan a los niños en las campañas políticas, pero inauguran cárceles y bajan la edad de imputabilidad, para meterlos más rápidos en lugares brutales idénticos a las salas cunas donde ellos mismos con su ineficacia e insensibilidad social les enseñaron a vivir.    

Porqué nunca pude ni siquiera iniciar mi libro

Una mañana del 88, se acercaron por el borde del escritorio en la oficina que me habían prestado las monjas, los ojitos de una nena interna de 4 años, quién me preguntó: “¿Qué estás haciendo?”…escribiendo le respondí. Advertí que sin siquiera interesarle mi contestación me replicó: “¿Para qué?”

Fastidiado por la interrupción esbocé lo que me había prometido sería mi última respuesta, cuando sin dejarme espacio para decirlo volvió a preguntar: “¿Me puedes conseguir un papá y una mamá?”

Comencé a sentirme atormentado, incomodo, sin ideas y hasta sin ganas de hablar, cuando mirándome fijo a los ojos y acercándose lo que más pudo hasta mi oído y como si fuera un secreto me dijo: “Yo sé tender las camas”

Cerré el cuaderno en el que escribía algunas notas, me levanté avergonzado de estar como estúpido perdiendo el tiempo intentado escribir algo que quizá ella nunca pudiera leer y me prometí buscarle un papá y una mamá.

Aún no lo logré. Por temor a que no lo sepa, ni siquiera le pregunté su nombre. En la actualidad debe ser ya una joven de más de 20 años. Con el tiempo perdí su rostro y no sé dónde está ni cómo encontrarla.

Aquella bebé me enseñó que había dos posibilidades: pasarme el resto de mi vida llorando por los rincones, buscando dos palitos para hacerme una cruz y poder lograr la compasión de todos contando que soy abandonado o ponerme de pie, salir del agujero de mi muela y reinventarme para ser la parte nueva de la Creación y también, porqué no…de un nuevo amanecer.

Nunca más pude olvidarme de aquellos ojitos pequeños y tristes, que con 4 añitos sabía claramente que el amor no existe…si no hay cómo pagarlo.

Allí, en ese mismo instante…nació la Fundación Adoptar, que hasta este momento, a pesar de sus casi 30 años de luchar por todo ésto, no logró contagiar a nadie que ayude, a lograr aquel nuevo amanecer.

Escribió Julio César Ruiz

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