El robo de bebés es parte del folclore argentino
Pasaba el tiempo y no lograba quedar embarazada. Se había propuesto de la manera que sea conseguir un hijo. Él estaba dispuesto a complacerla en todo, incluso en esto.
Fue una sorpresa para Coco y Cristina el llamado telefónico que recibieron de Julio Estofan, un amigo de la familia que les informaba que el bebé que le habían encargado estaba listo para retirar.
El día siguiente fue el que eligieron para atravesar los 803 km que los separaban de la ejecución del plan que se habían propuesto.
Recogieron un par de mantas, en el camino compraron algunas prendas pequeñas, una bolsa de pañales, un par de escarpines, un chupete blanco, un tarro de leche maternizada y un biberón, que seguramente precisarían al regresar.
Él era cantante en un famoso grupo folclórico argentino, por lo que llegar sin ser vistos, era una de las dos metas que se habían propuesto para esa jornada.
Se encontraron en el barcito de la estación de YPF, la que está a la entrada de la ciudad de Añatuya, a 190 km al sureste de Santiago del Estero.
De lejos divisaron la figura de Julio que leyendo un diario y rodeado de restos de un desayuno completo, esperaba despreocupado la llegada de sus amigos.
Cuando estacionaron, fue manifiesto el deseo de Cristina de ocultar su hermoso pelo rubio y sus ojos celestes detrás de unos coquetos anteojos de sol.
Coco cubría su calvicie con una gorra negra, que obstinadamente tiraba para esconder sus orejas. Entraron al lugar convencidos que habían pasado desapercibidos, sin conocer que la población identifica con claridad a qué vienen, cuando usan ese disfraz.
Juntando las tres cabezas cuchichiaron brevemente y siguiendo el dedo índice del anfitrión, fueron hasta la casa de un modesto barrio a varias cuadras del lugar.
En el camino Julio les dijo: “Es un varoncito, bien sanito, hijo de una mujercita que tiene varios y que creyó que éste le nació muerto”. “Tranquilos, ese bebé es uno más de los que se dan en este pueblo para que tengan una vida mejor”.
Antes de bajar para recibir el bebé, que dos brazos extendidos sostenían hacia afuera por una ventana, a modo de prevención les anticipó: “Tendrán que inscribirlo ustedes, yo lo pedí sin papeles”.
Coco estiró su mano derecha hacia Julio y en silencio le colocó en el bolsillo del pantalón, lo que seguramente alcanzaría para cubrir los “gastos ocasionados”. Cristina, sentada en el asiento del acompañante, observaba la cara del bebé, haciendo como que era suyo.
El motor rugió como nunca, buscando la cinta asfáltica de la Ruta 34 rumbo a Buenos Aires, una ciudad que creyeron, los ocultaría para siempre.
Juan, como habían decidido nombrarlo, dormía en el asiento trasero. De a ratos sin abrir sus ojos, agitaba sus manitos como deseando alcanzar el viento. Cristina ante cualquier movimiento interpretaba que tenía hambre. La leche volcándose por la comisura de los labios era la única respuesta. Durante el viaje, el chupete blanco era un tapón que le coloca apenas el bebé intentaba un sollozo.
En dos oportunidades le cambió los pañales. No tenía experiencia en estos quehaceres y para colmo la bolsa no tenía instrucciones. Con una toallita húmeda mirando de reojo y estrechando con expresión de repugnancia uno de los orificios nasales, le limpiaba restos de meconio, que aún tenía pegado en las nalgas.
De regreso luego de ingresar sigilosamente al departamento, cubrieron a Juan con mantas nuevas que dormía profundamente en un sillón de terciopelo re acomodado para la ocasión.
A la mañana siguiente, el Dr. Rodolfo Carrizo que en ese momento prestaba servicio en una clínica de la ex calle Cangallo 2275 de Buenos Aires, hizo parir a Cristina en tan sólo 10 minutos con la ayuda de una lapicera y un formulario, certificó bajo juramento que había atendido el nacimiento de un varón por parto normal llevado a cabo el 22 de Mayo de 1983.
Engañar la fe pública fue fácil, ocurrió en las oficinas del Registro Civil. La constancia que habían logrado sirvió para que el bebé se transforme en hijo biológico de Coco y Cristina, quienes decidieron llamarlo: Juan Manuel Martos Regalía.
Como lo hubiera anhelado cualquier católico, llevaron al niño a la pila bautismal de la Parroquia Nuestra Señora de la Guardia en donde el padre Miguel, bendijo todo lo acontecido, en nombre de Dios.
Formaron parte de esta maniobra, como padrinos de bautismo, Chiquita Romero como encubridora y Julio Estofan como facilitador de un delito grave.
El peso de un secreto de esta magnitud, algunas veces no puede ser soportado por mucho tiempo y no por casualidad, eso le ocurrió a Julio Estofan cuando se transformó en el primer arrepentido de esta historia. Chiquita Romero por el contrario, aún continúa creyendo que custodia un secreto de familia que tan sólo ella conoce.
Juan, hoy a los 37 años no logra reconocer qué quiere, a dónde va ni quién es.
Impedido de crear o creer en alguien, se mantiene encerrado jugando a la play, único lugar donde puede hacer lo que le venga en ganas, como ser Juan o sólo el usuario y contraseña de una aplicación.
Un escenario de ficción donde todos los días, vuelve a agitar sus brazos recordando el viento que lo acurrucaba durante aquel viaje macabro, a sabiendas que se esfumaría, como en todos los atardeceres y él una vez más termine quedando solo.
Los que roban bebés son unos hijos de puta a los que les falta una glándula. Las madres a las que les roban sus hijos al nacer en Argentina…”son las más fáciles de lastimar. Son gente a la que más les duele vivir, es la gente más sensible y por ello más vulnerable…en cambio, estos hijos de puta, en contra partida…esos que se dedican a atormentar a la Humanidad, viven vidas larguísimas, esos no se mueren nunca… porque no tienen una glándula, que la verdad se da bastante poco, llamada Conciencia y que es la que te atormenta por las noches…” Eduardo Galeano.
Escribió Julio César Ruiz